El apego, o sea, la búsqueda de relacionarnos con el prójimo es una constante a través de la vida de todo ser humano. Sin embargo, los moldes o modelos desde los cuales nos relacionamos con otro comienzan a formarse muy temprano en la niñez. A los adultos nos quedan rasgos de dichos modelos de apego en el cuerpo, principalmente en el rostro: los gestos de los ojos y las cejas; la expresión de la boca y de la mandíbula, entre otros. Nuestro rostro participa activamente en el contacto afectivo con nuestros hijos. Les transmitimos mensajes dichos y no verbales, o sea, aquellos que se sienten, se perciben, pero no se expresan en palabras.

Un día particularmente tenso puede traernos sensaciones y sentimientos que se reflejen en nuestros ojos, en la respiración y en la expresión de la boca. Aún los niños más pequeños pueden vibrar con esas sensaciones nuestras no asumidas; quedarse indecisos frente a contradicciones entre lo que les decimos y lo que nuestra cara expresa. La calidad del vínculo que establezcamos con los niños depende de nuestra conciencia de cómo nos dirigimos a ellos, incluyendo el aspecto no verbal de la comunicación.

Muchos conflictos se suscitan por no estar conscientes de estos rasgos, por ejemplo: creímos ser amables, pero nuestra cara manifestaba disgusto o amargura. El espejo nos puede ayudar en esto. Pero también nuestros pares y nuestros propios hijos, si estamos abiertos al diálogo sobre lo que no creímos expresar o no sabemos que estamos expresando de modo automático. Ello puede incidir deforma importante en la calidad de nuestro apego.

Liliana Acero, Doctora en Ciencias Humanas, Universidad de Sussex, Brighton, Inglaterra 1983, autora del libro Psicoterapia Corporal Vincular.

Fuente: Ser Padres

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